jueves, septiembre 11, 2003

Defensas (legítimas)

Ayer el pequeño le dijo a su madre que no quería un nuevo padre. Cabreo consiguiente con el niño: que no digas eso, que nadie te puede cambiar a tu padre, que tu padre es el que tienes y no puede haber otro... Yo no estaba delante y lo que conozco de este asunto es porque ella lo comentó en la cena; y lo comentó para que yo me diera por aludido, por que es evidente que cree que yo he hablado con el niño para meterle ideas sobre la separación, lo que le espera con su madre, etc.

Tengo claro que por mucho que le diga, prometa o jure ya estoy juzgado y condenado (la sentencia: absoluto desprecio por este tío cabrón que quiere poner a mis hijos en contra mía). Lo peor del asunto es que alguien le ha hablado de eso al niño: el problema no lo tiene el pequeño, y hay que descubrir quien, para ayudarle.

En estas situaciones, como en otras de la vida, hay mecanismos que ayudan a las personas a la comodidad (psicológica) de enfrentarse con otras velando sólo por sus propios intereses. En la guerra uno defiende su propia vida frente a un enemigo despersonalizado: no es Pepe, Juan o María, es un uniforme, un enemigo sin nombre (salvo los psicópatas, claro). Si el enemigo tiene cara, ojos o historia compartida con su homicida ya no funciona la salvaguarda personal (la excusa) de la legítima defensa.

En situaciones como esta que yo vivo, es más fácil hacer una separación CONTRA otro que CON el otro. Y supongo que se espera, incluso se desea, que el otro actúe con las malas artes que justifiquen, a su vez, nuestro ataque despiadado en defensa de lo nuestro.


Mañana vamos a un abogado amigo para que nos explique alternativas entre las que elegir. Estoy desarmado. La quiero. No quiero separarme. Sólo lo acepto porque ella lo quiere y porque me ha ofrecido seguir viviendo con ella. Pero noto que ya soy EL CONTRARIO; es lo que más me duele, pero no puedo colocarla a ella en esa posición.